En 1927 la Argentina era un pueblo próspero e infinitamente optimista.
La inmigración masiva de europeos le había cambiado por completo la cara al país.
Sin embargo, el mes de octubre deparó una agria sorpresa para los argentinos. El hundimiento del transatlántico “Principessa Mafalda” causó estupor en toda la sociedad.
El “Principessa Mafalda” era un buque italiano que durante 19 años unió nuestras costas con el mediterráneo.
Por aquellos años era un magnífico buque, equipado con lo más suntuoso del refinamiento europeo. Pesaba 9.210 toneladas, medía 435 pies de eslora y 55 de manga. Su itinerario era Génova-Barcelona-Río de Janeiro-Montevideo-Buenos Aires.
Era el primer transatlántico de lujo que unía nuestras costas con Europa y pasó a ser el favorito de la alta sociedad argentina, uruguaya y brasileña.
Pero casi veinte años después, su tecnología ya estaba lejos de ser de avanzada y el estado de la nave dejaba mucho que desear.
En octubre de 1927 la Navigazione Generale Italiana decidió sacarlo de servicio luego de un último viaje hasta Buenos Aires.
En Efecto, ese sería su último viaje, pero el reloj de la nave dijo basta antes de llegar a destino, y las consecuencias fueron desastrosas.
El cliente siempre tiene la razón
Simone Guli, de 55 años, comandaba la nave desde 1924.
Antes del último y fatídico viaje, el comandante Guli había hablado con el gerente de la compañía naviera, Gilberto Brunelli, para sugerirle que cancelara el viaje del “Mafalda” dado que el buque tenía averías importantes y las reparaciones no ofrecían seguridad para la navegación de altura.
Brunelli aceptó la sugerencia y ordenó la cancelación del viaje.
La mayoría de los pasajeros se mostraron dispuestos pero, un argentino, Luis Felipe Mayol, se negó terminantemente a aceptar la propuesta, pues hacía mucho tiempo que viajaba en el “Mafalda”, al que se había acostumbrado y le merecía la mayor confianza. Su negativa influyó para que el gerente cambiara de parecer y cediera a la petición del cliente.
Crónica de un naufragio anunciado
El 11 de octubre, en horas del mediodía, el buque se preparaba para partir. Además de los 288 tripulantes, en sus magníficos interiores se habían alojado 62 pasajeros de primera clase, 83 pasajeros de segunda clase y 836 pasajeros de tercera clase.
La hora de partida fijada había pasado hacía rato y los operarios continuaban febrilmente con las últimas reparaciones.
Guli dudaba, la inspección del barco no lo convencía pero había recibido la orden de partir y no había desacato posible.
A las 18 hs cuando el fastidio de los pasajeros por las cinco horas de demora ya se hacía oír, dio la orden de zarpada.
Aún podía divisarse el puerto de Génova cuando los camareros comenzaban a preparar el plato de la noche para los pasajeros de tercera. Los que habían podido desembolsar 65 liras extras comían en una sala especial. El resto lo hacía en la cubierta o en sus camarotes.
Por su parte los pasajeros de primera y segunda clase se cambiaban en sus camarotes para la cena inaugural de la travesía.
Mientras tanto, Nellusco Rolla, el chef, cocinaba un exquisito pollo rostizado.
“Comíamos siempre pollo porque se había roto la heladera”. Comentaría mucho después un sobreviviente con inclinación a las carnes rojas.
Mientras los pasajeros de tercera degustaban sus viandas resurgieron los problemas. De tanto en tanto el barco se sacudía, especialmente en popa, haciendo temblar techos, pisos, lámparas y muebles.
Los pasajeros alojados en este sector debían convivir con un traqueteo insoportable, y muchos de ellos, empezaron a sospechar que el buque no estaba en condiciones.
Ya habían dejado atrás el Mediterráneo cuando la máquina de babor dejó de funcionar. El comandante Guli ordenó detener el barco mientras se efectuaban los arreglos.
Finalmente, luego de 6 horas y ante la imposibilidad de resolver el problema, siguieron adelante con una sola máquina, navegando todo un día con la nave nueve grados escorada a babor.
Consciente de la situación, Guli decidió cambiar el itinerario y rumbeó hacia el puerto de San Vicente, en las islas portuguesas del Cabo Verde. A los pasajeros se les dijo que el barco necesitaba cargar carbón.
De Guatemala a Guatepeor
En San Vicente se unieron a la lista dos nuevos pasajeros, el doctor Luis Bulgarini y su hermana Elsa, ambos argentinos que habían sobrevivido de milagro al naufragio del “Matrero”, ocurrido pocos días antes.
Los Bulgarini estaban felices de poder arribar tan pronto a un buque con destino a Buenos Aires después del infierno sufrido en el “Matrero”, cuyas calderas habían estallado en medio del atlántico.
Paralizado e incomunicado, el buque había quedado a la deriva durante 6 días hasta que un barco italiano recogió a los pasajeros y los depositó sanos y salvos en San Vicente.
Los Bulgarini narraron sus peripecias a los nuevos compañeros de ruta, que escuchaban horrorizados el relato.
Entretanto, el pobre comandante Guli, telegrafiaba a la compañía armadora en Génova y explicaba la situación pidiendo el envío de otra nave para trasbordar a los pasajeros.
Lamentablemente su pedido no fue escuchado, desde Génova le ordenaron seguir adelante.
En la isla sólo se cargó el carbón que la máquina averiada consumía en demasía y se reemplazó la carne que se había podrido en las heladeras descompuestas.
Una vez recompuesta la máquina de babor, el buque dejó la isla y puso proa hacia las costas brasileñas.
El traqueteo a babor seguía igual y los pasajeros empezaban a perder la paciencia.
Flora Forciniti, una sobreviviente del naufragio, comentó:”La inclinación era de tal magnitud que por las mañanas no podíamos apoyar las tazas porque se volcaba el café”
En efecto, el comandante seguía preocupado por el estado de la nave, pues la máquina de babor continuaba funcionando mal y por momentos dejaba de hacerlo por completo
Un pequeño desperfecto
Finalmente, el 25 de octubre, bajo un cielo completamente azul, Guli, entusiasmado por un excelente clima tropical, dio la orden de aumentar la velocidad.
Atardecía y algunos pasajeros paseaban por cubierta observando el paradisíaco paisaje cuando algo interrumpió la escena.
Eran cerca de las 19 cuando un estremecimiento sacudió toda la estructura del “Mafalda”, que terminó inmovilizado en el medio del mar.
El silencio cobró por un momento todo el protagonismo mientras los pasajeros se miraban unos a otros sin saber qué hacer ni decir.
Pero el desconcierto duró poco, en la segunda clase la histeria se agudizó y en la tercera se convirtió en miedo descontrolado.
En los salones de primera apareció el oficial Francesco Moresco, quien llevaba instrucciones del capitán de explicar a los pasajeros distinguidos que una máquina había sufrido un desperfecto, el cual estaba siendo ya solucionado, y que no existía motivo alguno de alarma.
Todos los viajeros de primera confiaron en las serenas palabras del oficial y se dispusieron a cenar mientras todo se arreglaba.
Mientras tanto el capitán Guli esperaba los detalles del accidente: el árbol de la hélice izquierda se había partido, lo que ocasionó que la hélice, que en ese momento giraba a 93 revoluciones por minuto, saliera despedida como un boomerang y chocara contra el casco de la nave, abriendo una enorme brecha en las planchas metálicas.
A través de la hendidura el agua estaba entrando a borbotones.
De inmediato Guli ordenó detener las máquinas y apagar las calderas. La avería era grave pero el comandante estaba seguro de poder repararla en unas cuantas horas de trabajo. Sin embargo, como simple medida precautoria, ordenó arriar los botes y solicitar ayuda por radiotelegrafía.
En el subsuelo del buque, cundía una actividad febril. Una tras otra eran colocadas chapas de acero y capas de cemento para cubrir la inmensa brecha abierta en el casco.
La tarea parecía concluida cuando la presión del agua hizo estallar las planchas metálicas como si fueran de papel, inundando en pocos segundos toda la sala de máquinas.
Se había hecho todo lo posible pero era en vano, a partir de ese momento el único destino posible del “Mafalda” era el fondo del mar.
S.O.S llamando a todos
El capitán Guli se percató de la situación y ordenó acelerar las tareas de salvamento para poner a salvo a los 893 pasajeros.
Estaban a 80 millas de la costa brasileña.
El grado de escora a babor empezaba a ser tan pronunciado que los muebles y estantes caían hacia adelante destrozando todo su contenido, las copas rodaban de las mesas estrellándose en el piso y el miedo creciente de los pasajeros fue tornándose en pánico.
Mientras tanto, el telegrafista Luigi Reschia insistía sin parar:” S.O.S. Llamando a todos”
En tercera clase se agolpaban aterrados 836 pasajeros.
Los desesperados inmigrantes perdieron el control, llenaron todas las cubiertas y desbordaron a la vigilancia.
Se estaban bajando los primeros botes cuando un hormiguero de inmigrantes se abalanzó sobre ellos haciendo a un lado a los marineros y zambulléndose unos sobre otros, hasta romper las amarras.
Los botes caían al mar y hacían agua al instante por el exceso de peso, esparciendo en el mar a la multitud desvalida.
A todo esto, Guli comandaba enérgicamente el salvamento con el megáfono en mano y la serenidad de un lord.
En ningún momento de las dos horas que duró el hundimiento dejó traslucir signo alguno de alteración.
El primer S.O.S fue recibido por el “Alhena”, que navegaba a babor del “Mafalda”, y por el transatlántico inglés “Empirestar” que navegaba a estribor. Ambos buques pusieron proa al “Mafalda” retransmitiendo a su vez el pedido de auxilio a otras naves.
Una hora después de efectuada la primera trasmisión, el “Mafalda” se vio asistido por seis barcos que lo circundaban por todos los flancos.
El primer buque en llegar fue el “Alhena”. El comandante holandés, Smoolenaars, observó la escena con sus prismáticos sin creer lo que veía: el agua parecía sembrada de gente que se debatía como hormigas atrapadas en un balde de miel, los pocos botes que flotaban parecían a punto de rebalsar y estaban rodeados por decenas de personas aferradas a sus bordas.
Algunos cedían por el peso y se hundían, desparramando a los náufragos en el agua.
Sin perder un instante, una flota de botes del “Alhena” se acercaba al lugar del siniestro y los marineros holandeses comenzaban a rescatar gente
Luis y Elsa Bulgarini fueron dos de los numerosos pasajeros rescatados por el “Alhena”, un rescate harto merecido y meritorio, pues muy pocos son capaces de sobrevivir a dos naufragios al hilo.
El hundimiento
Quedaban en el barco nada menos que quinientas personas. Dado lo inminente del hundimiento, los pasajeros eran exhortados a arrojarse al agua para luego ser rescatados por los botes, pero el miedo había paralizado a todos y nadie obedecía.
El holandés “Alhena”, en un último intento, llegó a acercarse hasta quince metros del “Mafalda”.
Los últimos minutos se precipitaban y el salvamento continuaba a toda velocidad.
El telegrafista Luigi Reschia, luego de la impecable e ininterrumpida labor que posibilitó la asistencia de seis barcos, abandonó la cabina de transmisión cuando ya era demasiado tarde.
Tranquilo por magnífica labor cumplida, se unió al comandante Guli y ambos esperaron los pocos segundos que restaban para la hecatombe. Reschia dejaba atrás en esos momentos a su esposa y a sus dos hijos, a quiénes privaría de su presencia pero no del mejor de los recuerdos.
Silvio Scarabecchi, director de máquinas, también se quedó a bordo. El capitán Guli le había pedido que se quedara a su lado, pero el maquinista prefirió encerrarse en su camarote y pegarse un tiro.
Los últimos botes del “Alhena” se alejaban del “Mafalda” cuando la horrorosa tragedia se aprestaba a su fin. Antes de la hecatombe Simone Guli, descargó toda su energía en el grito de ¡Viva Italia!. Llevándose luego su silbato a los labios, sopló dos veces desde la profundidad de sus pulmones, penetrando con el agudo sonido la negrura despiadada de la noche.
Un instante después las calderas del buque estallaban bajo la superficie del mar.
La proa se clavó en el cenit y los gritos de las casi trescientas personas despedidas al vacío abrumaron a los testigos, que observaron atónitos las descomunal zambullida del “Mafalda”.
Eran las 21.50 del 25 de octubre. En ese preciso instante morían 295 personas.
El salvamento continuó con los que habían quedado en el agua, a quiénes localizaban por los gritos de auxilio.
Decenas de personas eran subidas a bordo, casi sin aliento. Pero en el mar no había sólo gente, también flotaban restos del buque, maderas, ropa, piezas enteras de exquisitos mobiliarios, así como cadáveres y cuerpos mutilados.
Finalizado el rescate, el “Alhena” tenía a 531 náufragos, el “Formosa” alrededor de 200, el “Empirestar” 180, el “Rosetti” 27 y el “Mosella” 22.
Lic. Florencia Cattaneo
Campo Embarcaciones
Bróker Náutico
Fuente: Adriana Carrasco: Catástrofes en el mar